Ariel Demarchi, LIC

Controversy Between Morality and Beauty: A Tale of Perfect Chords and Imperfect Harmony

Controversia entre moralidad y belleza: un cuento de acordes perfectos e imperfecta armonía.

Descripción:

Entiendo que, en este cuento, (más parecido quizás a un ensayo que propiamente a un cuento), existe una perfecta controversia entre la “moral” y la “belleza” como búsqueda estética.  No sé si es un buen cuento, aunque puedo entender tal vez su parte original, aunque otros que escribí me gustan más. Me conforma, sí, la idea que trabajé en el escrito. Era lo que mi ánimo estaba preguntándose en ese momento, año 1988, y lo plasmé así. “Perfecto” es el superlativo de “bueno”, que a su vez es el objeto de la moral que reflexiona sobre lo bueno y lo malo. “Bello” es el objeto de búsqueda de lo estético. El cuento entonces propone una disputa entre lo moral y lo estético, entre lo “perfecto” y lo “bello”, tal como vos te lo estás planteando. Y decide que “lo bueno” no es que esté mal, valga el oxímoron, pero cuando se quiere exagerar (en cuanto manejar sólo desde un criterio legal el comportamiento de la sociedad humana…), cuando además propone la exageración de “lo perfecto” para el comportamiento social humano como lo proponen las leyes, se “idiotiza” y se vuelve catastrófico… En el cuento está puesto no sólo en el descalabro que se produce con las teclas de la derecha y la desesperación de la mano derecha (la de la ejecución perfecta), sino en algunos elementos sutiles: la mano derecha aparece como una profesora hiperexigente, pagada de sí, no espera a la izquierda en sus titubeos sino que acapara la escena; se empieza a derrumbar cuando hay alguien que le empieza a pisar los talones, es decir que está en función una “competencia con la otra”, es envidiosa; por último, tiene más de “copia de los maestros” que de inspiración personal… En cambio, la izquierda (la que ejecuta con belleza) es insegura porque no tiene reglas externas a qué atenerse; tiene que ir convenciéndose a sí misma porque busca la regla en su propia inspiración; cuando engancha se retroalimenta; no pretende ninguna exclusividad, sino que va a buscar a la otra en su caída y quiere jugar con ella danzándole a su alrededor… La idea central es que la bondad moral, sobretodo en tanto exigencia universal extrema, es estéril en sí misma, y termina siempre resultando sólo un juego de poder. Es justamente la belleza la que le da concierto y sentido final a la búsqueda moral; es la sorpresa y el entusiasmo por el hombre y por el mundo lo que le da sentido a tratar de darnos un comportamiento adecuado para cuidarnos mediante el buen actuar. La moral por sí sola, (y mucho peor… por el temor o por el odio al distinto…), se vuelve autoritarismo reaccionario que lleva al enfrentamiento del hombre contra el hombre.

 

 

"Entre graves y agudos"


El añoso teclado silba indecisas notas. Los agudos sonidos calan el aire y quedan por un momento grabados en él.

 

Las dos manos caminan por sobre aquellos blancos y negros, como para completar el instrumento.

 

Sincrónica y precisa, la mano derecha pulsa las teclas agudas para hacer surgir un sinnúmero de notas que se escuchan en orden y con armonía. Por experimentado y antiguo tendría cualquiera el movimiento perfecto de aquella diestra.

 

En cambio, la izquierda espera, indecisa, falta de experiencia, sin sumarse al concierto que suena con precisión. Espera sin animarse a formular su arte. Pero, no obstante, se escucha un grave, un “do” bajo pero firme, que se mantiene casi imperceptible.

 

A la derecha el teclado se ejercita y acumula acordes precisos. La mano ejecutora, concentrada en su papel, salta de un lado a otro traduciendo todo en una música definida y altiva.

 

Por fin, temblando, su compañera ejecuta un primer sonido, pesado, opaco, una nota grave sin variantes, que acompaña la vivaz maestría que a su lado se deja oír. Una primer nota es acompañada de otra y de otra más, siempre con el afán de una adecuación armoniosa a los agudos que marcan la melodía, no siempre con el resultado pretendido. Avergonzada por momentos, con miedo por otros, la mano izquierda continúa trabajando con esperanza sobre sus teclas. Por detrás un imperceptible y grave “do” arregla sus errores.

 

Bajo aquella sincrónica perfección blanquinegra ejecutada por la diestra se reconocen los acordes magistrales de los grandes, expertamente reconstruidos. A su lado, con esfuerzo y empeño, su compañera busca incorporarse. Los sonidos que articula no parecen sino borronear mediante una pincelada indeleble, lo escrito musicalmente por la mano maestra.

 

Pero a veces acierta, y entonces la conjunción entre la aguda melodía y el sonido grave parece perfecta. Las teclas se prestan incondicionalmente al juego, se agachan los sostenidos, se interponen los bemoles, en exhibición de las negras; una a una también se suceden las blancas que trabajan en escala consiguiéndole eficacia a la derecha que ordena al ritmo. Y entonces la izquierda se anima y danza, danza sobre el teclado danza lo que aprendió de aquella, y aprende lo que danzará, en acompañamiento grave al agudo melodía que se hace más sonora con el contraste.

 

Los graves de la izquierda comienzan a distinguirse claros, ágiles. Suena un “re” seguido de un “mi” y de un “sol” de voz potente. Las teclas dibujan los sonidos y el movimiento del teclado parece igualarse a uno y a otro extremo.

 

La mano derecha continúa su ejecución efectiva, sistemática, clara, sin yerros. Pero es la mano izquierda la que, aún con algo de torpe en sí, ejecuta belleza, belleza simple y alegre, y hace que los tonos de su melodía pinten un claroscuro imborrable, sin orden ni prescripciones.

 

Las teclas de la derecha permanecen en su impasibilidad armónica, mientras que las de la izquierda van ahora por sí mismas, por quien las dirige; y en un entusiasmo vital de saltarines movimientos encuentran el sonido del arte. La diestra continúa su ejecución. La izquierda se deja llevar, es arrastrada por el ardiente numen de una composición que en el culmen de su esplendor deja traslucir un “do” firme y mantenido, aunque casi imperceptible.

 

El teclado se estremece a derecha e izquierda. Los registros agudos se tornan violentos, y luego ensordecedores, aunque permanecen equilibrados y no logran desvirtuar la grave melodía. Luego se van acallando, incomprensiblemente, para pasar a ser sonidos sordos envueltos en una impotencia que no les permite recuperarse. Las digitaciones de antes, precisas y delicadas, de la mano derecha se han vuelto tensas, y golpean, ahora, con fuerza el teclado para lograr solamente ruidos, ruidos agudos y desprolijos, pero ruidos que no logran borronear la candidez del cuadro musical que pinta la mano izquierda.

 

Los ruidosos golpes de pronto hacen saltar la tecla del “sí” más agudo. Arrancada del teclado, arrastra, enredada consigo, a un “re” que regresa atronador para recoger al “do” que es el que da principio al continuado fin. La mano derecha protesta como queriendo contener lo Incontenible. Pero las teclas, comenzando por las más agudas, se desgarran del teclado acompañadas de un estruendo que tampoco ahora logra cortar la majestuosa sinfonía que sigue orquestando la mano izquierda.

El derrumbe se prolonga hasta el medio exacto del teclado.

 

Quien observara entonces vería a un lado caer los agudos hacia la dispersión, a otro entronizarse el arte y ascender.

 

Y en esto, la mano izquierda ejecuta el más grave acorde jamás escuchado, y entonces la melódica sinfonía desciende haciendo que también las teclas graves salten para ejecutar, alrededor de la diestra, que desesperadamente golpea las teclas agudas que caen sin detenerse, aquella blanquinegra danza perfecta, al compás de una imperceptible “do”.

 

La danza dura, hamacándose, mientras dura la caída.

El silencio ahora es completo.

 

La mano diestra que recién se movía desesperadamente, queda ahora inmóvil entre sus teclas, a la espera de que no entra en cálculos ni en planes.

 

A su alrededor la mano que danza, crea, con sus dirigidas, ante la mirada de su desolada compañera, los movimientos más deslumbrantes que jamás hayan sido vistos.

 

La oscuridad de la diestra es profunda. La falta de comprensión de lo que sucede la inmoviliza, el fracaso la destrona, el silencio la ahoga.

 

Brota, entonces, entre danza y desolación, el final que llega con terrible estampido, estampido que crece y se concentra. Sórdido, ensordecedor. Llega a los límites de la Inmensidad para convertirse ahora en estruendo majestuoso, y de ahí en más irse acallando de a poco, irse silenciando suavemente, hacer que por último un silencio manso lo cubra todo.

 

Un único punto se dibuja en el cuadro, es el punto que pinta el silencio. En ese punto se ha metido el silencio tranquilo y manso; y de ese mismo punto comienza a surgir un rumor, claro y definido, de graves y agudos. Y comienzan a reconocerse entonces melodías antiguas, las melodías magistrales de entrambas manos entrelazadas. Se percibe la perfección musical de la diestra y la dulce belleza del arte de la izquierda; ambas en una. Unidas van la belleza y la perfección, unidas las manos y el teclado, y unida a todo el conjunto va aquella composición genial que pinta con magistral pulso una línea claroscura de la que se escapa el sonido firme, aunque casi imperceptible de un “do” celestial.

 

FIN

Autor: Ariel Demarchi
Lugar y Fecha: Buenos Aires – Argentina, 1988